Leí por allí, que el acoso hacia las mujeres en México empieza a partir de los once o doce años. No me fue difícil concordar con este dato, ya que a mi mente saltó rápidamente la memoria del acoso que viví en mi propia casa. Las estadísticas indican que muchas veces el acoso es ejecutado por algún familiar, afortunadamente para mí este no lo es pero tampoco puedo decir quién lo hizo, no porque no quiera sino porque no lo sé; sin embargo, después de atar algunos cabos, no dudo que la persona pudiera ser alguno de mis vecinos o alguien que vivía cerca.
Mes, día y fecha no recuerdo. Sólo sé que yo tenía entre diez y once años de edad. Me encontraba en mi cuarto, de noche, viendo una serie y haciendo la tarea en pijama. Mi casa era de un piso en ese entonces y contaba con dos tragaluces; de pronto, por uno de ellos comenzaron a escucharse unos ruidos como golpeteos. También teníamos algunos árboles de mangos enormes por lo que no presté atención y pensé que serían los mangos cayendo, no era la primera vez. El golpeteo insistió pero no me molesté en voltear, sólo le subí el volumen a la televisión —¿cómo podría imaginarme que habría alguien allí, en el techo de mi propia casa, caminando sobre mi cuarto?—. Pasó un rato hasta que un mango podrido entró a mi cuarto con fuerza, rompiendo el miriñaque, ¿cómo podía ser posible? La trayectoria no cuadraba, los mangos caían en vertical, era imposible que entraran por la ventana y con tal fuerza que rompieran la malla. Tomé el fruto y fui al cuarto de mis padres contarles lo ocurrido. Mi padre, inmediatamente, salió al patio. Buscó por todos lados pero no encontró a nadie, el perro que teníamos en ese entonces tampoco había ladrado o gruñido, es como si se hubiera esfumado. No me dijo nada, sólo entró a la casa y cerró la puerta con los seguros.
A la noche siguiente, mis padres se fueron al súper y me dejaron sola en casa mientras terminaba mi tarea para meterme a bañar. Salí del baño y me dirigí hacia mi habitación en toalla y, antes de quitármela para vestirme, volví a escuchar los golpeteos en el mismo tragaluz. Me asusté, no sabía qué estaba ocurriendo. Era una niña tapada sólo por una toalla, me sentí vulnerable, aterrada y confundida; sólo podía pensar que quien sea que se encontrara allí había esperado a que saliera de bañarme para atraer mi atención, ¿sería posible que me hubiera espiado mientras me duchaba? Salí corriendo de la habitación pero escuché pasos sobre de mí, siguiéndome. Sólo así fui consciente de la cantidad de tragaluces que existían en esa casa. Cerca del baño, tocaba, me perseguía mientras yo corría por la casa en pánico total, llorando de miedo. Logré meterme al cuarto de mis padres, el único lugar donde los tragaluces eran inexistentes pero los pasos no se detenían, me buscaban. Di gracias al cielo porque ahí se encontraba el teléfono y la agenda de mi mamá, así que marqué al celular de mi padre y le conté lo ocurrido. Alterado, me dijo que se encontraban pagando y que regresarían lo más rápido posible, que no saliera de su cuarto, que sacara una de sus camisas y me vistiera. Me dijo que me encerrara, que me escondiera y que me calmara porque ellos ya volvían.
Cuando escuché el auto entrar al garaje, nunca me había sentido tan aliviada en toda mi existencia. Los pasos desaparecieron, escuché que ese alguien corrió y luego nada. Mis padres entraron a la casa, tocaron a la puerta, abrí y mi madre se lanzó a abrazarme, cerrando la puerta tras ella. Me dijo que mi padre había ido por el machete, lo había comprado para cortar unas ramas de los árboles que corrían el peligro de caer, había ido por la escalera y se iba a subir al techo a investigar quién me estaba atormentando. Escuché sus pasos en el techo, sin rastros de pelea, gritos o algo más. De nuevo, se había esfumado. Un vecino, recuerdo que mi padre pensó que había sido demasiado coincidente y sospechoso, tocó a nuestra puerta una vez que mi padre bajó a reportar que no había encontrado a nadie, y le comentó alarmado a mi padre que vio a alguien caminar por el techo de nuestra casa mientras fumaba en el techo de la suya. Dicho esto, se marchó. Mi madre llamó a la policía y reportó el caso pero nada podían hacer ya que no había sospechoso ni había pasado «más que un susto». Cuando terminé ese año de primaria, nos mudamos de casa, bien lejos de ese mal recuerdo. Hoy tengo veintitrés años. Nuestra casa actual tiene dos pisos y a las aves les encanta posarse sobre el techo, —en esta casa no tenemos tragaluces—; aún así, me espanto cuando escucho sus aleteos al echar a volar y sus pasitos al aterrizar.
Las cosas no mejoraron mucho conforme iba creciendo. Los acosos se volvieron más públicos y, por tanto, aterradores. A los catorce, cuando las mini faldas estaban de moda, yo iba caminando por la plaza con mis amigas y un grupo de hombres cuarentones me «chulearon» mis piernas, gruñían con aprobación y murmuraban algo que preferí no preguntar; por primera vez fui consciente de que los hombres ya no me veían como a una niña sino como a una mujer, y les atraía – tal vez en demasía -. A los diecisiete, un compañero de clase me acosaba, siempre quería tocarme el trasero, las piernas y buscaba acorralarme contra la pared para untar su cabeza entre mis senos; la única forma de deshacerme de él fue golpeándolo con un libro considerablemente grueso justo en la cabeza mientras le gritaba que no quería que me tocara. Esos fueron los acosos que más me marcaron, ya que no estoy contando las veces en las cuales he salido a la calle caminando y los hombres me han chiflado, gritado obscenidades y ha ocurrido más de un par de veces que alguien se atreve a detener su auto a mi lado y a preguntarme si quiero subirme con él; uno de estos casos sucedió hace sólo un par de meses.
Hoy por hoy puedo decir que: no tengo la confianza suficiente para salir sola a la calle y si lo hago siempre es muerta de miedo, insegura y a la defensiva en todo momento, incluso salgo con los audífonos puestos aunque no esté escuchando música; en ocasiones, me siento incómoda cuando un hombre me mira fijamente por la calle; y, desde el incidente de mi infancia, tengo la costumbre de siempre mantener cerradas mis cortinas y revisar la ventanita del baño para asegurarme que nadie esté mirando por allí. Soy una adulta joven pero soy consciente de que los acosos no van a detenerse, al contrario, apenas están comenzando.

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