-Doscientos cincuenta, cuatrocientos, quinientos ochenta, seiscientos treinta… con eso ya tengo pa’ las medicinas de esta semana.

Guarda el dinero en el envase de cristal y por inercia le da unos golpecitos en la tapa para escuchar el tintineo. Pone los tacones debajo de la cama, de nuevo le sacaron ampollas. Recuerda lo cómodos que eran los zapatos negros de la escuela y cómo su mamá siempre le dejaba el uniforme impecable.

-¡Ay mamita! – Dice con un suspiro mientras prepara la regadera.

Siente el agua fría caer por su cabello y resbalarse por su espalda, se imagina cómo el jabón borra las cientos de huellas impresas en su cuerpo. Tiene moretones en las piernas, es tan delgada y pequeña que no tiene la fuerza para soportar a tantos hombres encima. Apenas tiene diecisiete años. Sale del baño y se acuesta desnuda en su pequeña cama, intenta conciliar el sueño pero es difícil dormir con un resorte clavándose en la espalda.

La alarma suena a las seis.

Doña Meche despierta a Lupita, ya es hora de ir a la escuela. Guadalupe Martínez, hija única de una madre soltera, como siempre, no se quiere levantar.

-Guadalupe te juro que nomás no te sueno porque no quiero que en la escuela vean que no te puedes sentar. Ya vístete que aún tienes que desayunar, no te puedes ir con el estómago vacío.

Lupita se levanta más por miedo que por hambre. Se lava la cara con agua fría, se pone la blusa blanca, la falda azul y sus preciados zapatos negros. Sentada en la mesa aún con sueño le da el primer bocado a sus frijoles y un sorbo a su horchata.

Doña Meche se sienta junto a ella. Procuraba siempre tener las manos ocupadas para que Lupita nunca notara que no había suficiente comida para las dos.

Guadalupe se pregunta mientras caminan por qué su mamá siempre la acompaña hasta la puerta del colegio si la fábrica donde ella trabaja está más cerca de su casa. Mercedes González sale de trabajar a las ocho y se dirige a casa de Doña Charito para recoger a Lupita.

Ella nunca se quejó de que su mamá la fuera a buscar tan tarde porque Doña Charito tenía televisión en su casa y le dejaba ver las novelas cuando terminaba sus tareas.

Rosario, de casi setenta años, era viuda y de sus siete hijos cinco habían cruzado la frontera. Ella accedía a cuidar a Lupita a cambio de que Doña Meche le lavara la ropa una vez a la semana. Doña Charito era feliz cuidándola porque Lupita le recordaba a su nieta que no podía ver más que en fotos.

Madre e hija arropadas en la cama se cuentan las peripecias del día y antes de dormir rezan juntas una última oración.

La alarma suena a las seis.

Guadalupe, como siempre, no se quiere levantar. Lucha contra los estragos del cansancio de la noche anterior y se pone lo primero que encuentra a la vista. Camina ocho cuadras para llegar a la carretera, ahí toma el autobús que tarda cuarenta minutos para llegar al centro de la ciudad y luego un colectivo que la deja en la esquina del hospital. Ya la conocen, lleva yendo tres meses todos los días sin faltar.

-Definitivamente Doña Meche cada día se pone más guapa.

Mercedes al reconocer la voz de su hija abre los ojos y le regala una sonrisa débil pero llena de amor.

-Y tú cada día te ves más flaca, ¿has estado desayunando?

-Sí mamá, pero el trabajo en la fábrica es pesado. Ya tú lo sabes.

-Te entiendo Lupita, pero estate tranquila que yo apenas me recupere regreso a trabajar para que ya puedas entrar a la prepa como siempre quisimos. 

-Sí mamá, así lo haremos.

A Guadalupe se le quiebra la voz al pronunciar esas palabras, sabe que Doña Meche ya no se va a recuperar. Aprovecha que el doctor está revisando su madre para ir a comprar las medicinas que el hospital no le quiere proporcionar. Cruza al mercado y se compra una manzana pues no sabe a qué hora tendrá otra oportunidad para comer.

-Aquí te dejo las medicinas, ya me tengo que ir a trabajar. Te quiero.

Mercedes aprieta la mano de su hija y mirándola fijamente a los ojos le responde: yo te quiero más.

Llega a la fábrica y saluda a Don Pancho, hombre casado y padre de tres hijas, que ha sido flexible con su horario de llegada porque entiende la situación de su madre además de ser un cliente frecuente en el tugurio donde Lupita trabaja al salir. En la monotonía del trabajo recuerda el día que descubrieron que su madre estaba enferma, Guadalupe tan sólo tenía catorce años.

Cuando Mercedes ya no pudo seguir trabajando, Lupita dejó la secundaria y tomó su puesto en la fábrica. Doña Charito iba tres o cuatro veces al día a casa de doña Meche para cuidarla hasta que Rosario falleció sentada frente al televisor tres años después. La salud de Mercedes empeoró y tuvieron que internarla, lo que Lupita ganaba ya no daba abasto para los medicamentos, la comida y el transporte a la ciudad. Necesitaba dinero fácil y rápido.

La primera semana la lloró completa.

Se dedica a bailar y sólo se acuesta con los que paguen su “alto” precio, que son muchos pues sus ojos aún irradian ese destello de inocencia y su piel esa suavidad de niña. La primera vez le dolió. Aunque no había sido su primera vez.

Lupita tuvo un novio en secreto porque su madre no la dejaba tener novio hasta que terminara la secundaria. Un día aprovechando la vejez de Doña Charito que dormía la siesta cual oso hibernando, Guadalupe lo metió a escondidas a la casa. Manuel, que así se llamaba el muchacho, fue considerado y no dejó que Guadalupe sintiera dolor alguno.

En su siguiente encuentro, pues no había tenido otro después de ese, Lupita se aferró al recuerdo de Manuel porque nada más eso pudo darle consuelo.

Guadalupe sale de la fábrica y camina hacia su otro trabajo. El celular comienza a timbrar y contesta. Con la mirada perdida y la determinación en alto se pierde en la obscuridad. Mercedes siempre le decía que cuando crezca podría serlo todo y Lupita terminó sintiéndose nada.

La alarma suena a las seis.

La alarma suena a las siete.

La alarma suena a las ocho.

La alarma suena a las nueve.

La alarma suena a las diez.

 

Pero esta vez, Guadalupe ya no se levanta.

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