Por Karla Hau
Solo humanizamos lo que está sucediendo en el mundo y en nosotros mismos cuando hablamos de ello, y es al hablar que aprendemos a ser humanos. Hannah Arendt
«Todos tenemos problemas y no es necesario que lo estemos publicando»
Esa es una de las frases más comunes cuando tiendes a confiarle a otra persona la situación que estás lidiando, quizás una de las oraciones más repetitivas cuando el ego superior tiende a establecer el estándar de cómo lidiar con el dolor.
Era un día como cualquiera, pudo ser lunes o viernes, pero ella decidió hablarme en ese momento: miércoles. Me encontraba en el paradero para ir al trabajo, suelo tomar el transporte con una hora y media previa para evitar retardos. Al parecer ella temía lo mismo que todo trabajador asalariado: llegar tarde.
Se notaba estresada y angustiada, su mismo estado de ánimo la motivó a entablar una conversación. Me contó que, desde que inició la semana, había comenzado a usar el transporte público ya que antes su esposo la llevaba, pero desde que se fue, debe tomar el autobús más temprano.
Es una mujer de 40 años aproximadamente, cabello rizado, pestañas largas y con una alegría que, para el punto de estrés donde ella repetía cada 5 minutos lo tarde que llegaría, expresaba ser agradable. Mientras más camiones evitaban darnos parada – y más tarde se nos hacía– la conversación se profundizaba.
Salió con este sujeto por 14 años y unos meses atrás decidieron casarse. Debido a que ella era divorciada (con un hijo en la universidad) y él 10 años menor, la inseguridad de ella por contraer nupcias «atrasó» el proceso; tras varias insistencias por parte de él, decidieron a realizar una fiesta a lo grande, como él siempre quiso.
Mientras ella contaba esto, su sonrisa no se desvaneció de su rostro.
Un día, mientras ella asistía a una urgencia médica por su suegra, el sujeto tomó sus cosas y se marchó. No se comunicó, mientras toda la confianza que tenía por él se quebraba. Visitó y llamó a conocidos, pero ninguno conocía su ubicación. Y ahí estaba, días después contándole esto a una desconocida en el paradero una mañana.
La miré y, con toda honestidad, expresé lo sorprendida que estaba de que aún mantuviese la sonrisa en su rostro. Contestó que era su forma de ser, estar siempre sonriendo, aunque por dentro sentía que todo estaba roto. Acto seguido, se ruborizó y me pidió disculpas por contarme esto… porque seguramente se seguía avergonzando y humillando al contar cómo fue «dejada» por su esposo.
Le sonreí, le comenté que no la juzgaba; por el contrario, admiraba que pudiera seguir siendo tan extrovertida y, si hablar conmigo, una persona que en la vida la había visto le ayudaba, que se sintiera tranquila porque la escucharía el tiempo necesario.
Preguntó mi nombre y coincidió con el mío, posteriormente pidió mi número telefónico para hablarme cuando necesitara salir o despejarse cuando le llegaran los pensamientos sobre él. Le expresé que no la dejaría sola, que al saber su nombre y confiarme algo tan importante, para mí ya era significativa en mi vida.
Tomamos un Didi juntas, durante el trayecto le confié lo siguiente:
«El año pasado, después de diversas adversidades, decidí que no me quedaría callada. Si es algo que quería decir, lo diría. Prioricé mi bienestar ante la opinión de otras personas con la decisión de aceptar las consecuencias; sin embargo, esa soy yo (algo que aún trabajo en ello día a día). Me sentí como tú, creí que el mundo se me podría caer, pero ¿sabes qué? tuve gente maravillosa a mi alrededor. Si sientes que no hay alguien así, déjame informarte que ahora la tienes, contarás conmigo para ayudarte a salir adelante. No es fácil, pero ahora confirmo que por algo pasan las cosas: sin ese suceso tu y yo, no nos hubiésemos conocido».
Nos despedimos y fui al trabajo. Conté mi encuentro como algo fascinante, tan inesperado. La emoción decayó cuando se expresaron de ella como una mujer triste y sola. Me dolió; sin embargo, ignoré todo comentario y recibía todas las mañanas una llamada de ella preguntándome si llegaba temprano al trabajo, por lo que correspondí con la misma acción.
Dejé de recibir las llamadas.
Días después nos encontramos nuevamente, ahora con su pareja. Volvió con ese sujeto y todo rastro de alegría se había ido. Tenía la mirada apagada y me miró avergonzada. Sonreí y le pregunté si se encontraba bien. Respondió que sí, justificó que ya no me hablara antes de ir al trabajo. Se terminó la conversación.
Su sonrisa se había apagado.
Derrotada me encaminé al trabajo, quizás si hubiese hecho más ella aún tendría la alegría en sus ojos. Confié en que estaría feliz con su decisión, pero esa sensación de no ayudarla no se borró hasta después de unas semanas, cuando nos volvimos a encontrar nuevamente solas.
Me pidió ayuda.
Es difícil dar el paso, ese momento determinante para comenzar a sanar. Habrá gente que juzgará la decisión y los tiempos para hacerlo, las idas y venidas, pero lo más importante para comenzar es: ¿estás rodeada de la gente correcta? Nos topamos por casualidad, la escuché y ella a mí, esos momentos fueron valiosos y determinantes.
Reconocer el camino que había recorrido y notar que era de utilidad para alguien más, fue satisfactorio. No fue en vano lo vivido, me encontré con una versión totalmente nueva de mí y sé que aún me queda mucho por crecer. Estaré aún más para ella.
Si sientes que el mundo asfixia, que todo por dentro se rompe y te dices que nada de esto te debió pasar. Respira. Tranquila. No eres la única y, ante todo, no estás sola. Desde un familiar, amigas, compañeras o desconocidas en un paradero de autobús. Si necesitas a alguien que te escuche, siente confianza de localizarme, sabré estar para ti.
Estamos nosotras para ti, siempre.
Eres importante.
No lo olvides.

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