Por Daniela Olivares Arteaga

«¡Es una niña!», exclamaron apenas la sostuvieron en brazos. Incluso antes de saber su nombre, era una ella, una niña. Por tener vagina.

Nadie nace sabiendo, es así que ella desconoce aquello que la sociedad dice que le hace una niña.

No ha salido del hospital y se ordena que sus orejitas tiernas sean horadadas para que luzcan unas joyas de oro y plata. Una niña es como un tesoro porque siempre lleva objetos de valor con ella. Convirtiéndose en el baúl que las transporta. Un objeto más.

Una niña es aquella muñequita preciosa quien su padre y sus hermanos celan, ¿por qué? Porque es bonita. ¿Es ser bonita una razón suficiente para que tus propios parientes te traten así? No puedes acercarte a ningún hombre porque, y cito: «Todos somos unos bestias, somos unos pendejos porque confundimos la amabilidad de las mujeres con interés». Fin de la cita. Todas las mujeres y niñas hemos escuchado al menos una vez este discurso.

Todo se reduce a ser bonita. ¿Y qué es ser bonita? Cumplir con estereotipos que te atan a ser infeliz porque nunca eres suficiente. Nunca eres lo suficientemente delgada, lo suficientemente linda, lista, sexy… Siempre te faltará algo y te sobrará otra cosa. 

Es una niña y no lo sabe. Pero ya nació y eso quiere decir que a pesar de su ignorancia tendrá que cumplir con ciertas expectativas. Las niñas son dulces, son coquetas y son femeninas. ¿Qué diablos significa ser femenina? Ser sumisa, callada y siempre estar dispuesta a servir y ayudar. Las niñas femeninas nunca dicen que no, no alzan la voz ni tampoco gritan. Las niñas bonitas no dicen groserías. Y jamás discuten. 

Siempre se comportan de la forma correcta, haciéndose pequeñas, casi invisibles, para no incomodar el ego masculino. Cierra las piernas, acepta el acoso callejero, sonríele a quien te incomoda, cúbrete el cuerpo, calla las violencias y miente si te preguntan. 

Una niña nunca es de ella misma, es de los hombres de su vida y su familia. La hija de su intimidante padre, la hermana del celoso hermano, la nieta del sobreprotector abuelo, la prima prohibida del caliente primo, la sobrina guapa del conservador tío. Las niñas pertenecen a los hombres de su casa, a su novio y después a su marido. Pero jamás a ella misma. 

¿Cómo esperan que sea libre si no se pertenece? ¿Cómo desarrollará una personalidad si no puede salirse del molde? ¿Cómo esperan que no desarrolle un trastorno alimenticio si a cada rato le repetirán que no se le permite engordar y que debe hacer ejercicio desde la niñez para mantenerse delgada? No por salud, sino por belleza. Se sentirá insuficiente y fea porque no tiene los labios anchos, ni los dientes rectos, porque le hace falta una talla más de busto, porque tiene demasiado o muy poco trasero, tiene estrías y celulitis. Porque cualquier cosa que presente su cuerpo, por más normal que sea, será blanco de críticas.

La niña no se pertenece pero le debe belleza al mundo. Y más que eso, debe perfección. Pero si nadie puede ser perfecto porque eso sería ser igual que una diosa, ¿entonces? Ah, pero es que no es cualquiera, es perfección superficial. Cómo se ve, camina, habla, come y hasta respira. Pero aún es una bebé y no lo sabe. 

Ella simplemente llora.

¿Vino a este mundo llorando por la nalgada de la vida o porque inconscientemente sabe lo que le espera?

Pobre. ¿Será que sabe que llorará muchas veces por el resto de su vida? Ya sea por decepción, por tristeza o frustración. ¿Llorará por el acoso, los abusos y hasta por los posibles intentos de violación que pasarán en su vida? ¿Los olvidará mientras va creciendo para que se alinee a lo establecido por la sociedad? Normalizar las violencias es cegarse a uno mismo para evitar sentir dolor. Ojos que no ven, corazón que no siente, dicen.

«¡Es una niña!», exclama la madre con el corazón pesado cuando se la entrega el doctor para acunarla entre sus brazos. Ella sabe lo que es ser niña, y luego ser mujer. Porque la transición entre una y otra no existe. No hay un período de juventud inmadura y descontrolada como el de los muchachos. Las niñas tienen que madurar antes, porque serán mujeres, porque tienen y tendrán que cuidarse de y cuidar a los niños, muchachos y hombres.

Sólo ella sabe cuántas veces ha escuchado la frase «date a respetar», porque no merece respeto simplemente por existir, ella tiene que exigirlo, sino nadie se lo dará. No vaya a ser que se exponga. Sobre todo ante los hombres. Únicamente ella sabe cuántas veces le gritaron obscenidades en la calle, le intentaron meter mano por debajo de la blusa o la siguieron hasta que se metió a una tienda a pedir ayuda. Todas esas violencias que pasan desapercibidas. 

Todas las ha vivido.

Y ahora las vivirá su hija.

Cuando su hija crezca, la madre no dormirá por la preocupación porque un día no regrese a casa, porque algún familiar abuse de ella o simplemente le falten al respeto en cualquier ámbito y espacio.

Porque es una niña. 

Y luego será mujer.

Aunque no sabría decir si las violencias son peores conforme una va creciendo. Pero definitivamente no se terminan.

Cuando los doctores se la llevan a pesar y limpiar, la exhausta madre la sigue hasta donde la vista la alcanza. Desconfiada. Qué estrés dejar a su hija en manos de extraños. Nunca sabes dónde podrás encontrarte a un pedófilo.

Es peor cuando salen del hospital porque eso significa que estarán aún más expuestas. Porque las violencias no se acaban cuando eres madre, pues, sigues siendo mujer.

«¡Es una niña!», exclaman de felicidad todos los hombres amigos y familiares, cuando se las presentan. 

Sin embargo, a las mujeres se les apachurra el corazón y derraman lágrimas entre tristeza y alegría por la misma razón. Ha nacido. Y es una niña.

Es una niña. 

Y ella aún no sabe lo que eso significa.


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